sábado, 14 de julio de 2012

El tren nunca llega a la hora exacta



Una maleta en la mano es todo lo que necesitaba para borrar sus huellas de cada lugar del que partía. En ellas se decía que llevaba los recuerdos de sus anteriores vidas y otros muchos aseguraban que las maletas iban completamente vacías. Cogía el tren de ciudad en ciudad y su estancia era tan efímera que apenas algunos recordaban su presencia.Era un filósofo. Era un poeta. Era un vagabundo de la vida y un mendigo de la libertad. Lo era todo y no era nada. Se fusionaba con el viento, los colores, los paisajes. Defendía sus ideas de la vida con tal firmeza que podía comprender las opiniones diferentes, tal vez indiferentes, que tenían sobre él. De dónde venía o a dónde iba no entraban dentro de sus preocupaciones. Nunca pretendió ser una leyenda, pero lo cierto es que sus historias quedaban escritas en cada cuartilla que escribía, en cada canción que componía, en cada cuadro que pintaba. Y la razón le llevaba a la locura y a la inspiración. Nada más llegar a la ciudad, visitaba el cementerio. Su musa le había condenado y bendecido con una errante soledad entre los páramos de países desconocidos porque quizá ella había muerto, pero seguía con él. Cuando se levantó y recorrió el tren, quizá por última vez para abandonarse a los brazos de su nívea esperanza, llegó al último vagón, donde descansaban los músicos oxidados. Genialidades de los pentagramas, creaban la bohemia de una sintonía desesperada para acallar el grave ruido de la locomotora. No sabía en que época vivían, ni en que época habían estado, simplemente creían que se habían reencarnado muchas veces en vida, y que quizá la muerte era el fin de esos viajes en el tiempo. El poeta, lo sabía. Después de todo, era uno de ellos.

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