sábado, 26 de octubre de 2013

La torre del arlequín I



No hacía mucho tiempo que mi padre había muerto cuando tuve que quedarme sola con mi madre. Pasaba los días encerrada en la humilde casa de roca caliza mientras mi madre trabajaba para pagar una hogaza de pan y quizá algo de carne, si había suerte, que llevarnos a la boca. Teníamos unos estorninos pinto sobre el ventanal del patio, los cuales estaban adornados con algunas flores amarillas que se regaban con la abundante lluvia tan habitual en aquella parte de la isla. Vivíamos en una pequeña villa costera, a tres o cuatro leguas de la ciudad mercantil del estado. Hacía algo de tiempo que había dejado la enseñanza en pos de guardar la casa, pues mi madre aún sentía viva la tragedia acometida por mi padre y por ello me guardaba en casa como el último tesoro que le quedaba sobre la tierra. Como mi querida progenitora llegaba tarde de su trabajo, solía distraerme jugando en los riachuelos de la colina o repiqueteando las piedras en el agua de los molinos que tenían algunas casas para moler el trigo. Agudicé mis conocimientos gracias a un viejo ermitaño que acumulaba por cientos de miles los libros en su casa y muchas veces, me intercambiaba uno por el simple regalo de mi compañía. En aquél momento del año, las noches se hacían muy oscuras y como la neblina se hacía densa como las entradas del mismísimo infierno, corría yo a casa antes de que apagasen los candiles que prendían en los caminos y aguardaba inquieta la llegada de mi madre. Una tarde grisácea salíamos las dos rumbo hacia la ciudad en busca de provisiones para la semana. Algo de comida y mantas que pudieran asegurarnos un mejor paso del solsticio invernal. En un despiste tonto e inocente, cuando creía que mi madre no miraba, me distraje paseando la mirada por las gacetas de los kioskos y encontré en uno de ellos, cuyo nombre era exquisitamente incierto, la breve noticia de la llegada de un conocido pillastre, embustero y algo estafador cazador de fortunas. Quizá era una simple rata de la Guardia Libertaria pero aún así, su rostro dibujado me inculcó una misteriosa fascinación, tan impropia de mí, que agasajó mis más racionales sentidos.

Sorprendíme a mí misma semanas después buscando inexorablemente cualquier noticia, información o rastro que me llevara a saber de él. En cierto sentido, le tenía miedo. Había oído sobre su particular "caza de brujas" la cual le daba grandes ingresos y de sus "hazañas" en su itinerante marcha por la isla en busca de nuevas cabezas que mandar a la horca. Supongo que mi curiosidad por saber qué puede llevar a un ser humano a realizar tales actos me impedía ver lo que en realidad era el motivo de aquel cuativador pensamiento que rondaba mi cabeza: me atraía. Negaba a mí misma una y otra vez la posibilidad, pero en el fondo era innegable que me gustaba la leyenda que se había forjado y como sus ojos castaños, su barba oscura y su pelo salvaje habían tomado una parte de mi corazón al ver su rostro en aquella gaceta. Se había rumoreado que pasaría tiempo por la provincia y que algunas personas le habían visto deambulando por los caminos, a veces buscando un caballo con el que hacer su trayecto más corto.
Ya a mitad de semana, corrí en mi habitual rutina a visitar al ermitaño, que se hacía llamar Gary Robert aunque yo misma dudaba de que ese fuera su verdadero nombre. Fue él mismo quién me puso en contacto con el forajido, aquél que desde entonces comencé a llamar por su nombre: Adam Corbirock.





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