sábado, 20 de julio de 2013

Dorada balada de otoño



La rueda de la bicicleta cruje las hojas secas caídas al suelo en un otoño largo y dorado. La cadena rompía el silencio de la madrugada con su sonido metálico, como un chasquido desafiante al viento. Pasos acompasados al lado del vehículo, arrastrando un incesante pesar en su lucha contra el asfalto. No hace un calor que derrita los huesos. Tampoco el frío le congela los pensamientos. Y sin embargo, se encuentra vagando por las calles con la única compañía de su bicicleta y sus sordas cavilaciones. Pensar en nimiedades, las preocupaciones son aplazadas por momentos que no le impidieran percibir lo que le rodeaba. A medida que se acercaba a las grandes casas con jardín delantero del barrio residencial, se percibía la melancólica melodía de un piano. Un sonido triste y conmovedor que distraía a sus sentidos de sus pensamientos y del ruido natural de sus pasos. Se asomó a través de la verja de la casa y se apartó el ya largo flequillo castaño que cubría sus ojos. Una muchacha a contraluz tocaba con sus largos y flexibles dedos lo que parecía ser un gran y bonito piano. Parecía concentrada, aunque él sólo podía distinguir su perfil en las sombras y un pelo largo atado en una trenza que le caía por la espalda. Tocaba distante y a la vez, entregada. Desvalida y fuerte, con coraje y tristeza, con deambulante persuasión. Y ahí se encontraba él, dejándose llevar por una escena digna de la postal de cualquier estación de tren.  No sabía mucho de música, sin embargo le pareció que, por un instante, aquello era un mensaje codificado del destino. Aunque no creía en las casualidades ni en los caminos predeterminados, aquella música incesante retumbaba en su pecho, encendiendo una hoguera de fuego eterno. La noción del tiempo comenzaba a diluirse en los compases y el letargo del otoño bostezaba como protesta al despertar de la mañana. El eco de aquella canción resonaría para siempre y el sabía que después de aquello buscaría la manera de volver a escucharla, cada mañana, cada tarde y cada día del resto de su vida. En pocos momentos, los dedos de la chica se detuvieron firmes para darle un broche de oro a la melodía y terminar aquella sinfonía de amanecer. En un segundo se cruzaron sus ojos y bastó tan sólo ese instante para enlazar el pensamiento.
Él reanudó su camino.
Ella guardó las partituras.
El viento volvió a arrastrar las hojas muertas de los árboles.


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