viernes, 9 de mayo de 2014

El último aliento.


Ahora que la musa ha decidio columpiarse en su traicionero letargo, ahora que ella es capitana incontestable de mis horas muertas, ahora, es ella la única dispuesta a desafiar mis verdades, mis estándares, mis certezas.
Sólo cuando mi imaginación es más grande de lo que puedo soñar y corre descalza rápida como la pólvora, es entonces cuando descubro que he perdido la capacidad de construir algo tangible de algo tan efímero y que para hacer algo de valor habría que exorcizarme las palabras recitando en verso algún diccionario. El cerco se aprieta más contra la garganta de una musa desesperada por gastar su último aliento en un grito de ayuda. Cada golpe del teclado es sólo el eco imperturbable de la sublime locura que cabalga a lomos de una libertad con alas más grandes de la que estas dos pequeñas manos puedan abarcar. Lo que antes me parecían mariposas, ahora tan muertas como el latido, parecen vulgares polillas que se ven reemplazadas por majestuosas víboras sedientas de sangre y dipuestas a tomarle el pulso a estas tristes letras. Los antiguos regueros de tinta son como veneno ardiendo que da de beber al corazón de la musa, tan rota y tan perdida en el silencio indecoroso del tiempo. Y en las profundidades de ese bosque de horas, se saborea un olor que se presenta familiar: la última botella bajo la luz de una lámpara, terriblemente derrochada en emborrachar a esa escarchada embajadora que es mi musa y así convertirala en la mejor y peor de las Górgonas. Preparada ante cualquier caprichoso sacrificio del papel, mi forajida fugitiva empuña su arma para abrir una batalla personal contra la alienación, el silencio, la desaparición.

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