lunes, 18 de febrero de 2013

Contra la estupidez humana, tomo uno del gran volumen de la idiotez



Aquí estoy dispuesta a escribir. Y no, no es una historia con aires de grandeza que tanto me gusta dejar por aquí cuando paso. He decidido escribir sobre lo que me venga en gana, porque, ¿qué coño? ¡Si la única que lo leo soy yo, pues tendré que gustar a mí única lectora! Para no dar más rodeos e introducir el tema al que hace referencia el título, apuntaré que odio ciertos tipos de cosas que dejan a las personas (en especial a las mujeres, que es la parte que a mí me toca) a la altura del esmalte de un pequeño y pomposo chihuaha rosa. Pero, no voy a extenderme demasiado en el tema, pues me gustaría en un futuro (no muy lejano, si a mis profesoras no les importa) hablar con extensión y sin tapujos (es decir, con toda mi mala leche en vena) sobre el tema. Procedo:

La imagen de mi cabreo:



Pues sí, lo reconozco. Soy de las que no se ponen tacones porque ni siquiera mantiene el equilibrio con zapatos planos, me miro una vez al espejo y porque está frente a la puerta de casa, que cuando llega el lunes me cago en la santísima estampa por tener que levantarme tan temprano. Que van de duras pero se rinden ante un bote de nutella precintado. De esas que se ríen de sus propios chistes porque nadie más les ve la gracia. De las que se sorben los mocos al llorar, que me consuelen a base de chocolatinas y wifi gratis, porque Internet me quiere como soy. Que soy de esas que critica a la gente porque odio a todo el mundo y el mundo me odia a mí, pero es lo que tiene ser antisocial. Soy de las personas que sueñan cosas raras como  allanamientos de morada con helicópteros o jugar al cinquillo con un par de estorninos sin domesticar, que él único príncipe que conoce es el de las galletas, que los amores de película le son indiferentes porque siempre se queda dormida antes del final y que no puedo dormir si alguien me susurra de manera siniestra al oído cuando me voy a dormir.

Y así, por los siglos de los siglos, amén.

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