lunes, 1 de octubre de 2012

Las cartas del silencio



Una vieja caja negra se escondía debajo de la cama de Agatha Rogers. A pesar de sus años, aquella caja era cuidada con todo el esmero y el tiempo que aquella anciana podía darle. Dentro guardaba ordenadas todas las cartas que su marido le había escrito desde que se conocieron. Ahora, y siempre que tenía un rato, se sentaba, abría la caja y paseaba sus dedos por las líneas de aquellas hojas que le traían tantos recuerdos.
Aún rememoraba como se conocieron. Ella trabajaba en un pequeño bar/restaurante donde servían una variedad de palitos de cangrejo que no se encontraban fácilmente en cualquier otro bar de la zona. Henry llegaba, se sentaba y pedía una copa. Luego, buscaba cualquier excusa para entretenerla a su lado. Desde luego, la primera impresión que le causó a Agatha fue que, o aquel hombre era muy charlatán o tenía muchas cosas que contar. Le hacía muchas preguntar, que ella declinaba con simples monosílabos. "No eres de muchas palabras, ¿eh? No importa. Hablaré yo por los dos" fue lo que le dijo. Y comenzó a hablarle de lo que más le gustaba: la pintura. A pesar de ser un soldado, le encantaba pasar su tiempo dibujando y se le daba muy bien. Pasados los días, él trataba de invitarla a bailar, pero ello se negaba siempre. Una mañana, Ágatha estaba en el jardín de su casa cuando llegó Henry. No se sabe cómo había averiguado dónde vivía, pero venía para despedirse. Se iba a la guerra. Agatha sólo tensó los labios. Le preguntó, casi susurrando: "¿Qué pasará si no vuelves?" y como respuesta, él le dio su cuaderno de dibujo."Es una deuda. Tendré que volver si quiero recuperar mi cuaderno".Y en medio del jardín, se dieron su primer beso. Después de aquello, fueron años tras años de cartas.

<<Mi querida Ágatha, el tiempo es frío y en un día como hoy, es cuando más echo de menos un abrazo tuyo...>>

Las cartas se hacían cada vez más cortas como un presagio de lo que ella encontraría cuando el volviera. En efecto, los horrores de la guerra volvieron a Henry un hombre callado, distraído. Se casaron en una pequeña iglesia, sólo ellos dos y los testigos. No necesitaban a nadie más. Con el paso de los años, su marido se encerraba más en su mundo. Pasaba tiempo en el sótano, dibujando o arreglando pequeñas piezas del coche  y a penas veía la luz del sol. Era casi como estar con un fantasma, un espectro de la guerra. Agatha sentía no poder ayudar a su marido, así que retomaron la vieja costumbre de las cartas y así, él le escribía y las dejaba donde ella menos lo esperaba. A veces, las pasaba por debajo de la puerta, otras veces en el tocador, entre las flores... y así ella evitaba  perder a su marido. Ganando la batalla al tiempo, envejecieron juntos y ahora, frente a sus cartas nota un pedazo de él en cada una de ellas. Después de leerlas, las vuelve a guardar, ordenadas y con cuidado, como si fueran su mayor secreto, y vuelve al salón. Apoya la cabeza en el hombro de su marido y piensa que quizá las cartas contarán su historia a aquel que quiera leerla... cuando ellos ya no estén.


1 comentario:

  1. No te lo voy a decir enfadado: ¿Cómo puedes decir que escribes fatal? ¿Es que acaso no te das cuenta de la belleza que hay en estas líneas? Si comparásemos esto con lo que yo he escrito, posiblemente yo no ganaría.

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